De qué sirve el conocimiento

¿Se acuerdan del comentario que hice en otra entrada de este blog? Hablando de la enseñanza bilingüe, criticaba que lo que se plantea como un medio de conocimiento (el inglés) se acaba convirtiendo en un fin en sí mismo a costa de los conocimientos en otras asignaturas. Más allá de la conveniencia o no del sistema, cuestión a la que ya respondí, planteábamos al final la pregunta de si el estudio de idiomas tiene valor en sí mismo más allá de lo útil que nos pueda resultar en el futuro. Y eso lo podemos extrapolar a todo: ¿De qué nos sirve, al final, el conocimiento?

Una de las preguntas con las que probablemente más a menudo choca cualquier docente es el típico "Pero, profe, ¿y a mí de que va a servir saber esto?" Da igual la asignatura. En todas suele haber algún alumno, al que normalmente no le gusta la materia en cuestión, que plantea una preocupación compartida por muchos. No vaya a ser que los tengan ahí perdiendo el tiempo, estudiando para nada.

La respuesta a la pregunta no es fácil. Lo más habitual es que se active en el profesor un resorte, una especie de mecanismo de autodefensa, y busque en su mente alguna situación de la vida real en la que se pueda aplicar de forma más o menos directa lo que sea que estuviera explicando en ese momento; necesita justificar la utilidad de su asignatura y, en el fondo, de su trabajo. Sin embargo, ¿de dónde surge esa necesidad?

La enorme tecnificación de la sociedad nos ha llevado a una concepción muy utilitarista del conocimiento. Cada vez necesitamos profesionales más cualificados, y eso se ha ido traduciendo no solo en una fragmentación cada vez mayor del conocimiento en aras a una mayor especialización, sino en lo que me parece más importante, una reducción de esos conocimientos a su utilidad práctica, a su aplicación. No hay nada malo en el querer aplicar unos conocimientos per se, pero se convierte en un problema cuando es todo a lo que aspiramos. Es evidente, y nadie lo niega, que la adquisición de competencias, tal como se nos plantea en nuestras leyes educativas, es una parte fundamental del aprendizaje y una función importante de nuestro trabajo como docentes, pero no todo conocimiento tiene una aplicación práctica directa, ni tiene por qué tenerla. No abogo por una acumulación inútil de datos sin sentido; no es eso, pero creo que es necesario redescubrir la belleza de estudiar y aprender "por amor al arte". Estimular la curiosidad intelectual, lo llaman algunos. A mí me gusta decir amar el conocimiento.

Hay en todo ello una relación muy grande con la dimensión espiritual de la persona. Pero en un mundo relativista y materialista como el nuestro, la sola noción de espiritualidad asusta e, incluso, escandaliza: todo aquello que no puede ser explicado desde una perspectiva cientificista cae en el campo de la subjetividad, y eso es mejor enterrarlo y reservarlo al ámbito privado del individuo (a menos que se trate de cuestiones voluntaristas, pero eso es otro tema). Y, como tal, se convierte en una dimensión escondida, relegada a la intimidad, que no es susceptible de ser trabajada en conjunto con las demás facetas de la naturaleza humana (racional, emocional, práctica, etc.), despojando al ser humano de una parte fundamental de su antropología y, por tanto, de su desarrollo holístico como persona.

El desarrollo de esa "curiosidad intelectual" como parte del desarrollo integral de la persona está contemplado en la mayoría de tratados de educación, informes de la UNESCO (1), nuestras leyes educativas, etc. Sin embargo, como digo, tengo la sensación de que ese afán de conocimiento se plantea como medio para llegar a un fin, es decir, como una forma de que "quieran aprender para poder aplicar ese conocimiento a su vida diaria", en lugar de plantearlo como fin en sí mismo. De una forma u otra, parece que cualquier curiosidad intelectual está supeditada a fines pragmatistas. 

El ser humano, por su propia naturaleza, busca la verdad. Y no la busca solo para aplicarla a casos concretos, o para hacer tal o cual cosa: la busca como bien en sí mismo. Y es ahí donde, como docentes, tenemos que insistir, porque es de esa curiosidad intelectual de la que van a partir nuestros alumnos para desarrollar su capacidad y sus ganas de aprender. Como docentes, tenemos un gran privilegio pero también una gran responsabilidad: podemos estimular esa curiosidad o podemos hundirla. He ahí la mayor belleza de la profesión docente.

Debemos cambiar el foco de la pregunta: no se trata de "para qué" estudiamos algo, sino "por qué" lo hacemos. No se trata solo de aprender algo que nos vaya a servir de algo. Se trata de comprender que hay belleza en el conocimiento. Y es una belleza intrínseca, cuyo valor no es secundario a razones pragmáticas o utilitarias. No es necesario que algo sea útil para que sea importante o bueno.

Sí, enseñémosles competencias. Y sí, enseñémosles a aplicar aquello que aprenden. Pero no nos limitemos a eso. Hagámosles comprender que el saber, por sí solo, es valioso, más allá de para que lo usen, y una vez que les hayamos transmitido ese amor por el conocimiento, entonces sí, podremos añadir que, al fin y al cabo, como dice mi marido, "el único conocimiento que no usas es el que no tienes".


(1) Delors, J. (1996.): “Los cuatro pilares de la educación” en La educación encierra un tesoro. Informe a la UNESCO de la Comisión internacional sobre la educación para el siglo XXI, Madrid, España: Santillana/UNESCO. pp. 95-109



Comentarios

  1. Es una cuestión de fondo: la primacía del ser sobre el tener. Del conocer sobre el usar. El amar sobre el gozar.

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