El escaso valor de la docencia

El título de esta entrada puede sorprender al lector, e incluso enfadarle. O, al menos, eso debería ser lo lógico. Y, sin embargo, la dura verdad es que hay mucha gente que no da un duro por la docencia, que, en general, ha quedado reducida a ser la salida profesional "fácil" para el que no sabe a qué dedicarse. Es innecesario decir, por supuesto, que todos los prejuicios que hay contra el profesorado (que si "el que no vale para nada enseña", que si las "larguísimas vacaciones", que si el "trabajo fácil"...), y que tan arraigados parecen estar en el imaginario colectivo, desvirtúan la labor de todos esos profesionales que tienen en sus manos el futuro de la sociedad.

Pero tampoco podemos pecar de idealistas o de ingenuos. Dicen por ahí que "cuando el río suena, agua lleva", y es evidente que todos esos prejuicios no aparecen por casualidad. Tal como está planteado el mundo educativo, la docencia se plantea efectivamente como una salida profesional muy accesible para cualquier persona con formación universitaria que no sepa a qué dedicarse. Esa accesibilidad, en sí misma, no tendría por qué ser mala, pero sí que es verdad que permite que se incorporen muchos docentes sin vocación a nuestras escuelas, lo cual se traduce en muchas ocasiones, desgraciadamente, en malos profesores, mala calidad de enseñanza y malas experiencias de los alumnos en las clases.

Esto se convierte, evidentemente, en un problema sistemático, y el poco valor que se le da a la docencia a nivel social es solo una manifestación de ello. El otro día se nos planteaba en clase el reto de idear algún tipo de medida que permitiera mejorar la formación y la valoración social del profesorado en España. La primera idea que surgió, y probablemente la más lógica, fue que la educación de un profesor debería ser constante, y que un docente bien formado era condición sine qua non para una labor de calidad en las aulas.

Apareció también en la conversación una comparación con la medicina, que a diferencia de la nuestra, sí parece ser una profesión que despierta respeto y admiración. Tratando de aventurar una posible explicación de esta diferencia, se especuló que probablemente la dificultad y el tiempo que hay que invertir para llegar a ser médico es suficiente para desalentar a cualquiera que no tenga verdadero interés en conseguirlo, lo cual hace que, probablemente, haya menos "médicos sin vocación" que "profesores sin vocación". Y, por supuesto, se comentó que el propio esfuerzo de la carrera médica es reconocido como tal en la sociedad, lo cual favorece esa valoración social que tanto anhela cualquier profesional.

¿Pero cómo extrapolarlo? Los profesores de secundaria, por lo general, no han cursado una carrera universitaria que esté directamente enfocada a la docencia, y la preparación que la profesión requiere se intenta paliar en un año de máster. Una de las propuestas que salió en el debate con los compañeros fue la de crear, a nivel universitario, una especie itinerario formativo paralelo a la carrera e independiente de ella, que diera durante los cuatro años que dura un grado los conocimientos pedagógicos y psicológicos necesarios para la profesión docente, más el propio máster una vez graduados, pero mucho más centrado en las prácticas. Esto facilitaría que todos aquellos que tienen claro desde un principio esa vocación educativa pudieran recibir una educación mucho más amplia desde más temprano, aunque significara, por supuesto, un esfuerzo añadido (que, volviendo a la comparación con la medicina, parece ser algo positivo). No estamos hablando de una segunda carrera, sino de un curso de formación continua que podría constar simplemente de dos o tres asignaturas por año. Y en caso de gente que encontrara esa llamada a la enseñanza de forma más tardía, siempre habría la posibilidad de cursar ese itinerario de forma intensiva en uno o dos años una vez terminada la carrera, pero siempre como condición indispensable para cursar el máster de Secundaria.

Hipotéticamente, este sistema permitiría no solo que el personal docente llegara al aula con una preparación más sólida, sino que exigiría a los futuros profesores un mayor nivel de esfuerzo y dedicación, que por una parte podría influir en el reconocimiento social, y por otra tendría un efecto disuasorio sobre los que realmente no tienen vocación y son susceptibles (según nos muestra la experiencia) de convertirse en malos docentes y menoscabar nuestro sistema educativo. Una especie de criba, si se quiere. 

¿Sería esto una solución cien por cien efectiva y definitiva? Es evidente que no. Podríamos pensar que mejorando la formación y "dificultando" el acceso al mundo docente a personas que realmente no se sienten motivadas o llamadas a él debería traer de forma pareja una mejora en la valoración que la sociedad da a la docencia. El problema de la consideración social, sin embargo, es mucho más complicado que eso, y para ahondar en sus causas habría que retrotraerse mucho más allá de la simple imagen proyectada, y explorar qué causalidades históricas, sociológicas, morales, filosóficas e incluso espirituales han ido transformando una visión no solo de la profesión docente, sino de la propia concepción del conocimiento, causalidades que van desde los principios utilitaristas del saber y de la sociedad en general hasta la deconstrucción y la aniquilación de la idea de verdad, pasando por consideraciones reduccionistas de la sabiduría de tipo teleológico, historicista e incluso materialista. Y es evidente que un problema de esta envergadura no se soluciona con un simple cambio académico.

Podríamos seguir especulando con posibles medidas prácticas que pudieran paliar esa lacra que adolece nuestra sociedad, pero en todo caso, nos estaríamos limitando a poner tiritas en heridas abiertas. Una apreciación real por la docencia y, en mayor medida, por el conocimiento y la educación, pasa por una regeneración amplia de este mundo a nivel social, moral, espiritual y filosófico, que dada la deriva cada vez más individualista en un mundo cada vez más global, es prácticamente imposible. Se trata, en el fondo, de redescubrir una vocación de servicio a la sociedad y al servicio de la verdad y la sabiduría. Y, en tanto que servicio, ese redescubrimiento no es posible si no se hace desde la humildad y la autoconciencia de todo aquello que nos ha traído a este punto, y una regeneración, como digo, de las bases de nuestro pensamiento a nivel cultural.

Tendremos que conformarnos, de momento, en tratar de tapar los agujeros de un sistema roto con los pedacitos que encontramos en el suelo, mientras tratamos de conservar con una sonrisa un viso de esperanza incierta, que, no obstante, nos mantiene ilusionados a pie de cañón.

Nos queda un duro trabajo por delante.

Y que Dios nos coja confesados.





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